Desde la caída del presidente Husni Mubarak el 11 de febrero Egipto atraviesa una etapa de efervescencia. Después de décadas de censura y represión los egipcios han tomado las calles y no parecen dispuestos a replegarse a sus hogares conscientes de que “la revolución” –como la llaman ellos- les ha cambiado la vida.
Para un latinoamericano es sorprendente ver los tanques en las calles mientras la gente saluda a los soldados y los niños se suben a los tanques para sacarse fotos con ellos haciendo la “v” de la victoria. Se puede percibir que el ejército todavía es visto como un factor que evitó una mayor represión por parte de la seguridad del Estado de Mubarak y de su policía, que virtualmente ha desaparecido de las calles.
La plaza Tajrir (liberación) en el centro de El Cairo es tomada una y otra vez por los jóvenes que derrocaron a Mubarak. Cuando se llena, se convierte en un verdadero campamento de espíritu asambleario donde se discute de día y de noche sobre el futuro del país. A su alrededor se ha instalado un “merchandising revolucionario” con remeras, cintas, afiches y todo tipo de tarjetas alusivas al 25 de enero, el día que comenzaron las protestas y que ya se ha convertido en una fecha histórica para el mundo árabe.
En el Egipto revolucionario las manifestaciones se suceden en distintos puntos de la ciudad porque –por ahora- se puede protestar sin ser reprimidos. A pocos metros de la plaza hay una manifestación de cristianos frente a la sede de la radio y televisión estatal que está sobre el Nilo. Para advertir que cualquier intento por enfrentar a musulmanes y cristianos será una provocación del viejo régimen corean “todos somos egipcios”. En la Universidad, donde estaba prohibida cualquier expresión política antes de “la revolución”, hay carteles con fotos de los caídos en la plaza y algunos estudiantes exigen a gritos la renuncia del decano que pertenece al partido de Mubarak. Los jóvenes que impulsaron la “revolución del 25 de febrero” han comprendido que su fuerza radica en conquistar las calles y mantenerse en ellas. Así lograron tomar pacíficamente la sede central del poderoso aparato de seguridad para evitar que destruyeran los documentos de la represión, y obligaron a que el ejército cambiara al primer ministro.
Hoy existe un vacío institucional que favorece a los revolucionarios. Pero es poco probable que las fuerzas del antiguo régimen se queden de brazos cruzados contemplando cómo les arrebatan todo el poder.