Las revoluciones en Túnez y Egipto marcan un momento de inflexión en el mundo árabe. Después de décadas de inmovilismo y temor, millones de personas salen a las calles para enfrentar a regímenes autoritarios y corruptos que basan su fuerza en un poderoso aparato represivo. La onda expansiva de estas revueltas afecta de manera directa a todos los países árabes aunque por ahora ésta se sienta más en Libia, Yemen, Bahrein, Jordania o Marruecos, y cueste dimensionar el alcance de estos levantamientos populares. Egipto, como no podía ser de otra manera, está en el centro de todas las miradas árabes por su milenaria historia y la influencia que siempre ha tenido, tanto en lo político como en lo cultural y económico.
La revolución del 25 de enero no deja de provocar asombro y admiración por el coraje de los jóvenes que se mantuvieron en la plaza Tajrir durante casi 18 días hasta provocar la renuncia del presidente Husni Mubarak en un país donde las manifestaciones públicas por lo general estaban prohibidas. La plaza está ubicada en el centro de El Cairo y es un paso casi obligado para cualquiera. En un radio de mil metros están el parlamento, algunos de los ministerios más importantes, la bolsa, el río Nilo y el famoso museo de El Cairo que tiene un aire a la Casa Rosada por su diseño y el color de su fachada. La plaza dejó ser un mero centro neurálgico del caótico tráfico por donde pasan miles de autos todos los días sonando sus bocinas. Ahora se convirtió en un símbolo de revolución. En Tajrir –definida como “la república de la libertad” por el diario Al Ahram- se derrocó al régimen, se realizan gigantescas manifestaciones y cualquier político sabe que su destino depende de la respuesta que le dé la plaza. Esam Sharaf, nombrado como primer ministro el 4 de marzo, antes de jurar formalmente fue a la plaza para dar la cara frente a una multitud y expresar su apoyo a las demandas de cambio. Lo recibieron con entusiasmo porque él se había acercado a la plaza durante los días de la revuelta y muchos guardan un buen recuerdo de su paso como ministro de transporte años atrás. Pero tampoco le dieron un cheque en blanco. Al día siguiente miles de jóvenes tomaron pacíficamente el edificio central de la temida y odiada Seguridad del Estado para evitar que se continuaran destruyendo documentos que implican a miles de funcionarios en la represión de los últimos años. Los que gestaron esta revolución tal vez no sepan muy bien como diseñar el futuro de Egipto, pero saben perfectamente lo que no quieren. El mensaje fue claro, el pasado no se borra de un plumazo y no se va a permitir que los responsables de la represión queden impunes cuando ni siquiera se conoce con exactitud el número de víctimas de la revuelta. Si bien muchos familiares no han denunciado la desaparición de sus familiares algunos organismos de derechos humanos aseguran que hubo más de ochocientos muertos. Los nombres y las fotos de los “mártires”, como los llaman los egipcios, están por todos lados y existe un orgullo por parte de la gente al expresar públicamente de mil maneras su rechazo al régimen anterior. En las calles uno se cruza todo el tiempo con miles de personas que portan colgantes con fotos plastificadas de los mártires como si fueran tarjetas de identificación y en muchos edificios hay banderas y afiches gigantescos alusivos a la revuelta. Además, en todos los ámbitos se está cuestionando a las personas que formaron parte del entramado del viejo régimen. En las universidades, donde la política estaba prohibida, ahora los estudiantes realizan manifestaciones para exigir la renuncia de los funcionarios que pertenecían al partido de Mubarak. Los sindicatos independientes florecen por doquier para marcar su independencia del Estado y del partido de Mubarak que está buscando la manera de reciclarse para no desaparecer. Los coptos, que representan un diez por ciento de los ochenta millones de habitantes, están ganando las calles para expresar su repudio a las provocaciones que buscan provocar enfrentamientos entre cristianos y musulmanes.
En Egipto existe ahora un vacío institucional difícil de llenar. Antes de renunciar Mubarak nombró primer ministro a Ahmed Shafik que estuvo poco más de un mes y ni siquiera alcanzó a dictar leyes porque la presión popular y las movilizaciones en la plaza Tajrir lo eyectaron del cargo. También nombró a Omar Suleiman como vicepresidente, y el que aparecía como un hombre fuerte del régimen duró menos que un suspiro. La odiada policía desapareció de las calles y en muchas esquinas se ven a jóvenes conduciendo el tráfico. Se anuncian referéndums y elecciones sin que se sepa qué y cómo se votará y las elecciones pautadas por Mubarak para septiembre están en la más completa de las nebulosas. El Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas que controla el país tampoco sabe muy bien qué hacer frente a las presiones de los antiguos socios de Mubarak y los jóvenes que lo interpelan a diario. Si bien es cierto que las imágenes de niños sacándose fotos sobre los tanques en una muestra de afecto hacia los soldados puede ser gratificante para los militares, saben que esto se puede acabar en cualquier momento si no responden a las demandas populares. Un panorama a todas luces incierto.
En 2007 Khaled Al Khamissi publicó su novela Taxi que se convirtió en un best seller. A través de los diálogos con diferentes taxistas uno puede apreciar el descontento que existía en la sociedad egipcia. Uno de ellos le dice que “el gobierno tiene tanto miedo que le tiemblan las piernas y hasta podríamos tumbarlo de un soplido (…) este gobierno es pura apariencia. Pero el problema somos nosotros, no ellos.”
El taxista tenía razón. El 25 de enero de 2011 los egipcios perdieron el miedo y brotó una alegría revolucionaria que no será fácil de controlar.