El resultado del referéndum del 1 de julio en Marruecos se conocía de antemano. Todos daban por descontado que el “sí” a la reforma constitucional presentada por el rey Mohammed VI lograría más del 90 por ciento de los votos; entre otros motivos, porque casi nadie llamaba a colocar la boleta del “no” en las urnas. Algunos de los partidos islámicos y los movimientos de protesta surgidos al calor de las revueltas en Túnez y Egipto directamente planteaban no ir a votar como gesto de rechazo a la consulta.
La cuestión clave era saber cuánta gente iría a votar. Hay que tomar en cuenta que en Marruecos -un país de casi 32 millones de habitantes- conviven dos mundos muy diferentes. Por un lado existe una élite política -que rodea al rey Mohammed VI- formada en universidades europeas y norteamericanas que aspira a modernizar el país en gran medida emulando el desarrollo capitalista que se encuentra cruzando el Mediterráneo. Su horizonte es el progreso económico y para ello sostiene que es indispensable dejar de lado viejas disputas políticas que entorpecen los negocios y el clima favorable para las inversiones extranjeras. También es cierto, que sienten vergüenza cuando se les recuerda el “otro” Marruecos, el de los altos índices de pobreza y del analfabetismo de la mitad de la población que –por razones obvias- ni siquiera se inscribe para votar. Pero prefieren resaltar con orgullo las inversiones de alta tecnología, como el nuevo tranvía que surca las calles de la capital Rabat y que es similar a los que se pueden ver en Berlín o Viena.
Según los datos oficiales cerca de 13 millones estaban inscriptos para votar y un 75% por ciento del padrón acudió a las urnas. El dato es muy relevante ya que en las últimas elecciones generales apenas participó el 37 por ciento del padrón, en un país donde el voto ni siquiera es obligatorio y tampoco se declaró asueto ni feriado. En la noche del viernes de julio, y cuando todavía se esperaban los datos oficiales, algunos ministros y funcionarios de gobierno que conversaban con la prensa no ocultaban su alegría por la alta participación y por la contundente victoria con más del 95 por ciento de los votos a favor de la reforma. Algunas voces opositoras piensan que los datos no son muy creíbles y que nada ha cambiado. El tiempo lo dirá.