Sé que iré en contra de lo que disponen los cánones del periodismo ortodoxo. No es que me hayan importado mucho alguna vez, pero no será hoy cuando me ajuste a ellos. No me pidan que no adjetive, no me pidan objetividad y distancia respecto de los acontecimientos. Cómo tenerlas cuando uno se siente conmovido hasta lo más profundo, cuando la felicidad de un pueblo lo rodea de abrazos, de sonrisas, de “welcomes” y hasta algún “bienvenido”, de gente que se desboca en un discurso lleno de gesticulaciones en el que uno apenas alcanza a entender “ana masri” (soy egipcio) o “¡horreya, horreya!” (libertad, libertad) o “howa emshi” (él se fue). Hoy es el día después; el día más impresionante que me ha tocado vivir en Egipto; el día, al fin de cuentas, en que un pueblo se puso al hombro su historia y empezó a reconstruir su tierra.
Ayer fue el día más importante de la historia reciente de Egipto. Una movilización sin precedentes logró lo que nadie imaginaba hace apenas tres semanas: la renuncia de quien había gobernado el país por casi 30 años. Sin embargo, no se trata simplemente de una vuelta de página en la línea política que conducirá el destino de los casi 85 millones de egipcios que pueblan este suelo. Es mucho más que eso, que tampoco fue poco.
En una ciudad habitualmente teñida del ocre que le impone el implacable desierto, desde hace 19 días los colores son más vivos, los rostros, a pesar del dramatismo de los momentos vividos, están colmados de vida, de fuerza. Abuelas de 80, pordioseros de 70, investigadores de 60, albañiles de 50, mujeres desempleadas de 40, jóvenes, millares de jóvenes, todos tienen hoy 19 años. La revolución, como la llaman, ha llegado mucho más hondo de lo imaginado: ha transformado la sociedad en muchos aspectos, ha transformado su cultura.
Los tiempos dan vértigo. Hace apenas tres semanas, caminar por algunas calles del centro de la ciudad era los más parecido a una rayuela en la que uno debía saltar entre la basura sin que el “cielo” tampoco estuviera demasiado limpio. Los barrenderos no daban abasto, la gente tiraba lo que tenía en la mano sin pensar demasiado el destino de su desecho ni cuánto podía afectar eso al que venía atrás. Hoy, en cambio, un ejército de muchachas y muchachos, de jóvenes y no tanto, los mismos que hasta anoche aguardaban que se les cumpliera un sueño, poblaron nuevamente la plaza Tahrir pero esta vez para reconstruir un espacio en semiruinas después de que fuera escenario de resistencia, de festivales, de recitados y discursos inflamados, pero también de combates aguerridos en los que muchos incluso dejaron sus vidas.
Con la urgencia de quien se siente responsable del cambio, este ejército trocó los palos y las piedras por escobas, palas y pinceles. Desde temprano a la mañana -seguramente sin siquiera haber dormido tras el anuncio de la dimisión del viejo líder, su victoria más notable-, de a decenas de miles empezaron a limpiar las calles de estropicios, a juntar las piedras que fueron hasta ayer la reserva preventiva ante posibles ataques, a descolgar carteles y a limpiar las pintadas que, en cada monumento, reivindicaban su lucha.
Pasándose bolsas de residuos, con tapabocas y guantes de látex, peleándose por las escobas que llegaban en camiones de vaya a saber dónde, intercalando el trabajo con los festejos, de hora en hora iban despejando la plaza emblemática de esta fenomenal movilización popular. Postales de una convicción y una solidaridad que ya se había manifestado cuando, una semana atrás, en el más irresponsable acto del gobierno de Mubarak, tras una brutal represión, la policía desapareció de las calles, dejándolas a merced de cuanto vivo o crápula anduviera por allí, cuadra por cuadra los vecinos se organizaron para custodiar sus calles, turnándose en las horas de sueño, compartiendo la comida y la oración.
Esta mañana hasta los cordones, eternamente gastados, volvieron a relucir: una cadena de muchachitas alrededor de las veredas, evitaban el paso mientras varios muchacho, a toda prisa, iban alternando de pintura blanca y negra el hormigón opaco de polvo y humo. A pocos metros, un padre con sus dos hijitos, acomodaba todo lo prolijo que podía, los adoquines que hace unas noches habían volado, en el sentido más literal de la expresión. Atrás de ellos, otros muchachos preparaban una mezcla de dudosas proporciones y la acomodaban con las manos sobre los adoquines recién colocados.
Esta mañana, la del día después, empezó la reconstrucción. Esta mañana, cansados de tanto festejo, grito y baile, todavía tenía energía para barrer, palear, cargar bolsas y abrazarse. Esta mañana un pueblo feliz se puso al hombro su historia y comenzó a andar.