En Estados Unidos suele haber una visión muy simplista de lo que sucede en el mundo, casi una construcción hollywoodense de buenos contra malos. Es así que han construido superhéroes como Superman o Rambo en la ficción y super villanos y archienemigos como Fidel Casto, Jumeini, Kadafy o Bin Laden en la realidad, a los cuales hay que eliminar. “Muerto el perro muerta la rabia” piensan los que suelen comandar la política exterior desde la Casa Blanca como si los actores políticos no fueran el emergente de una situación socio-política determinada. Osama Bin laden no se levantó una mañana para matar norteamericanos por un designio religioso ni porque fuera un demente ávido de sangre occidental y cristiana Basta leer sus proclamas y discurso para comprender como surgió en el contexto de la invasión soviética de Afganistán en 1979 y del éxito de la resistencia afgana que logró expulsar las tropas soviéticas una década después. Al poco tiempo, en febrero de 1991 los norteamericanos intervinieron en Kuwait para combatir a las tropas de Saddam Hussein que habían invadido ese país en agosto de 1990 y ampliaron sus bases militares en Arabia Saudita, donde surgió el islam y está La Meca, lugar de peregrinación para todos los musulmanes. Estados Unidos, sostén incondicional del Estado de Israel y su política de negación de derechos de los palestinos ahora también ocupaba directamente tierras árabes y musulmanas. Vencidos los soviéticos en Afganistán y en proceso de desintegración el bloque comunista todos los dardos se dirigieron hacia la otra gran superpotencia, Estados Unidos.
El 28 de septiembre de 2001, apenas dos semanas después del atentado a las Torres Gemelas, en una entrevista a un diario de Paquistán, Bin Laden negó categóricamente haber formado parte de la trama. A fines de diciembre del mismo año, en un video difundido por la cadena Al Yazira, dijo de manera ambigua, que habían pasado tres meses “desde los bendecidos ataques contra la infidelidad global, contra América, la cabeza de los infieles”.
Más tarde, ya en 2004, aseguraba haberlo planificado con Mojammed Atta –considerado el cerebro del atentado.
Así era Bin Laden. Un saudí que se fue a las montañas de Afganistán para combatir la invasión soviética en los años ochenta y que se convirtió luego en el enemigo público número uno de los Estados Unidos.
Bin Laden siempre se manejo con habilidad para tener un discurso ambivalente respecto de casi todos los grandes atentados. Por un lado los elogiaba como si fueran parte de su red o como si de él hubieran salido las indicaciones. Por el otro, negaba cualquier relación y se contentaba con elogiar a aquellos que los realizaban. Esta “laxitud” llevó a que los organismos de inteligencia y los medios de comunicación rápidamente le atribuyeran casi todos los atentados a Al Qaeda, y también, que cualquier grupo pudiera formar parte de esta red inmaterial e inorgánica.
A falta de una estructura partidaria “tradicional” con una dirección política reconocida, cualquiera puede “ser” Al Qaeda, y cualquiera puede ser calificado de Al Qaeda.
El fenómeno de Al Qaeda es atípico, y va contra la tradición de los movimientos políticos que han utilizado la lucha armada y suelen reivindicar claramente una operación. Al Qaeda no desmiente nada porque es funcional que esté en todas partes. Esto provoca una psicosis colectiva, alimentada por los grandes medios, porque da la sensación de que Al Qaeda puede aparecer en cualquier lugar del planeta. El discurso ambivalente de Bin Laden llevó a que se convirtiera –o lo convirtieran– en una figura respetada y temida. En un artículo publicado en la revista Time, en junio de 2001, el periodista Tony Karo se preguntaba si Bin Laden era un mito o una realidad, ya que desea que se lo responsabilice por cualquier ataque que los medios de comunicación están preparados a endilgarle. Milton Bearden, quien formó parte de la CIA durante treinta años, y estuvo en Afganistán y Sudán, decía que ligar a Bin Laden a todo acto terrorista conocido en la última década es un insulto.
Pero para los norteamericanos, sin dudas, se había convertido en una obsesión.
Cuando Estados Unidos identificó a Bin Laden como el enemigo público número uno, bombardearon Afganistán y ofrecieron una recompensa de cinco millones de dólares por su captura. Al convertir a Bin Laden en su “obsesión” lo que lograron fue crear un héroe perseguido por la primera potencia mundial y admirado por miles de árabes y musulmanes.
Bin Laden comenzó su lucha contra los norteamericanos después de la invasión de Irak a Kuwait cuando Washington se lanzó a la guerra contra Saddam Hussein y convirtió a Arabia Saudita, cuna del Islam, en una base militar norteamericana. Luego desarrolló una ideología híbrida que incorporaba elementos del islam sunnita y actitudes sectarias contra los shiítas. Esto lo mezclaba con el nacionalismo árabe, el culto extremo al heroísmo, el autosacrificio y una retórica anti-globalización. Todo mezclado.
Pero el odio generalizado hacia Estados Unidos va mucho más allá de Bin Laden, y no es irracional ni religioso, es político. Estados Unidos, además de ocupar hoy Afganistán e Irak, ha financiado y sostenido en el mundo árabe a todas las monarquías corruptas y a casi todos los regímenes autoritarios, desde Egipto hasta Bahrein.
Por eso la eliminación física de Bin Laden no resuelve el problema de la conflictiva relación que existe entre la primera potencia mundial y el mundo árabe e islámico, ni concluye la ocupación de Irak y Afganistán. El odio generalizado hacia Estados Unidos no es irracional ni religioso, es político porque además de las sendas ocupaciones la Casa Blanca ha financiado y sostenido a todas las monarquías y casi todos los regímenes autoritarios del mundo árabe. Bin Laden quería destruir a Estados Unidos y no lo logró. No era el camino de las inmensa mayoría de los árabes tomaron y por eso no lo siguieron. Por el contrario, en 2011 decidieron salir a las calles para derrocar a sus gobernantes y eso -más allá de cualquier show mediático- a Washington lo preocupa mucho más. Porque en definitiva, el problema no es Bin Laden.