Cuando uno llega a un país meses después de un terremoto imagina que verá miles de hombres y mujeres trabajando día y noche para reconstruir aquello que fue destruido. Nada de eso sucede en Haití. Seis meses han pasado desde aquel fatídico 12 de enero y el país más pobre de América Latina es más pobre que nunca. Entre los escombros que están por doquier se ven aquí y allá algunas personas con baldes de plástico sacando las piedras de los edificios destruidos. Los tractores y las palas mecánicas son una rareza en Puerto Príncipe y ni que hablar en los pueblos y ciudades alejados de la capital.
Haití hoy es la combinación de lo peor que le puede pasar a un país. Por un lado, la extrema pobreza que se palpa a cada paso con miles de personas viviendo en villas miserias construidas entre montañas de basura sin agua potable ni tendido eléctrico. Por el otro, un terremoto que destruyó miles de edificios y que ha dejado una fotografía similar a la de un país bombardeado. El blanco y bello Palacio Nacional en la parte baja de la ciudad a metros del puerto es ahora una carcasa vacía que yace inerme, al igual que la mayoría de los edificios públicos de las cercanías o la histórica Catedral que sólo mantiene en pie algunas de sus paredes. A esto se le suma que muchas de las viviendas colapsadas están en los cerros densamente poblados donde ni siquiera puede llegar un tractor porque nunca se abrieron calles. Como si esto fuera poco, cientos de miles viven en carpas en improvisados campamentos de refugiados por doquier; frente al Palacio, en cada plaza, en las laderas de las montañas o en el Petionville Club, el exclusivo club en la parte más rica de la ciudad, con su principal cancha de tenis repleta de medicamentos y comida.
Ante este panorama desolador y la falta de un Estado uno podría pensar que Haití ha quedado a merced de bandas armadas y saqueadores. Sin embargo, asombra la amabilidad y simpatía de la gente. Uno no puede dejar de preguntarse a quién beneficia el estigma de violentos que les han adosado. Con asombro uno recorre los escombros, los mercados, y las calles oscuras a la noche y no puede creer que Haití sea uno de los más países más tranquilos y seguros de América Latina. ¿O será la calma antes de la próxima tormenta?