La elección de Dilma Roussef excede largamente el escenario político brasileño y tiene una proyección continental. Después del derrocamiento de Manuel Zelaya en Honduras y la elección de Sebastián Piñera muchas voces del establishment pronosticaron un cambio de época en América Latina y que las próximas fichas a caer serían las de Brasil y la Argentina. Si en el camino se iba Rafael Correa, mejor. Se equivocaron. La derecha aprendió con el caso de Honduras que se puede derrocar a un presidente progresista con maniobras de supuesta constitucionalidad. Pero los sectores progresistas también aprendieron; y tuvieron rápidos reflejos desde UNASUR para sostener a Correa e impedir que corriera suerte similar a Zelaya. Por esta razón el triunfo del Partido de los Trabajadores será sentido como una derrota por la derecha a nivel regional que no sabe muy bien cómo frenar la heterogénea y multiforme ola progresista.
Dilma tuvo en contra los grandes medios de comunicación –como el diario O Estado de Sao Paulo- que abiertamente llamaban a votar por Serra porque era el “mal a evitar”, como rezaba el título de un editorial de dicho diario el 25 de septiembre. Incluso tuvo que lidiar con una ofensiva final de la Iglesia y el mismismo Santo Padre desde Roma. Antes no se cansaban de hablar despectivamente sobre ella por su pasado “terrorista”, de que era un “poste”, que sin Lula no existiría o que “era incapaz de exponer una idea sin usar el power point” de su computadora. El lamento de la derecha el día después refleja lo importante de su victoria y de la continuidad del proyecto de Lula que -por poco revolucionario que sea hoy- no representa a los sectores tradicionales del poder en el Brasil que están alineados con la política de Estados Unidos.
Si bien es cierto que Dilma no es Lula con todo lo que eso significa, hay algunos elementos importantes que objetivamente la beneficiarán. En primer lugar, el PT viene de ocho años de gestión y experiencia acumulada, la que no tenía Lula en 2002 a pesar de haber sido diputado. La misma Dilma fue ministra y jefa de gabinete durante años, y conoce los entretelones del poder. A su vez, ahora el PT y sus aliados tendrán una amplia mayoría en el parlamento, la que no tuvo Lula al asumir; aunque estos “aliados” están muy lejos de compartir los ideales de izquierda que todavía tienen una fuerte raigambre en las filas del PT. Por otra parte, los partidos de la oposición -aunque gobernarán algunos estados claves, entre otros motivos por las malas gestiones y la corrupción que también existe dentro del PT- estarán doce años seguidos lejos del poder central. Y eso pesa.
Se va Lula pero llega Dilma. Hay motivos para que los sectores progresistas de América Latina puedan respirar aliviados, pero sin bajar la guardia.