Las calles de Asunción están repletas de gente alegre vistiendo la camiseta albirroja de la selección nacional de futbol. Parece la euforia de un mundial que tiene la capacidad de unir a un pueblo por sobre todas las banderías políticas. Parece, pero no es.
Paraguay está de fiesta por el bicentenario y le toca a Fernando Lugo encabezar los
festejos del 14 de mayo. Vaya paradoja de la historia, Lugo es el primer presidente que gobierna sin haber formado parte de los tradicionales partidos políticos que manejaron este país en las últimas décadas. Los mismos que dicen ser los herederos de los próceres y de las tradiciones paraguayas deben resignarse a observar como el resistido obispo quedará asociado en la historia al Bicentenario de la patria.
Es muy posible que las personas que salen a las calles a festejar no deparen ahora en los enfrentamientos políticos. Al fin y al cabo, la “patria” es de todos y la fiesta también. Pero la oposición está al acecho. Sabe que Lugo gobierna en minoría y que no conviene que se lleve todos los laureles. Por eso en los últimos días han intentado empañar la fiesta con la difusión de noticias sobre precios inflados o la poca transparencia de la organización de los festivales y actos públicos. A pesar de que los opositores a Lugo controlan la inmensa mayoría de los medios de comunicación y no han dejado de resaltar la contradicción entre los millones gastados por el bicentenario y la situación de los más pobres, los paraguayos se volcaron masivamente a las calles. Uno de los hechos políticos más relevantes es la inauguración de la sede de la TV Pública con ayuda del gobierno japonés que comenzará a funcionar en agosto. Basta con leer los principales diarios, escuchar las radios y mirar los canales de televisión para
comprender la importancia del hecho. No pasa un día sin que se lancen diatribas desde los medios contra el presidente Lugo para desprestigiarlo, debilitarlo y evitar que se forme un movimiento político que pueda darle continuidad a un proyecto que ha intentado en poco tiempo transformar algunas de las más rancias estructuras de Paraguay.
El grito de la independencia de 1811 los incluye a todos, la gran pregunta es cómo la historia recordará a quien encabezó los festejos del bicentenario.
domingo, 15 de mayo de 2011
domingo, 8 de mayo de 2011
Bin Laden y los chicos malos
Así que el chico malo está muerto. Y para mostrar cuán nobles son aquellos que lo mataron dijeron que lo arrojaron al mar respetando el rito musulmán para que nadie diga que son unos salvajes. Nosotros –el bien- nos comportamos muy diferente a ellos, que son el mal. Así de sencillo. Desde el prestigioso columnista del New York Times Thomas Friedman hasta Barack Obama usan y abusan del término “the bad guys” (los chicos malos) para dividir al mundo con categoría simplistas e inmutables. Esto no es nuevo, ya hace cuarenta años Ariel Dorfman y Armand Mattelart lo explicaron de manera brillante en su famoso libro “Para leer al Pato Donald”. Esta visión absurda de la realidad puede convencer a gran parte de los estadounidenses, tan afectos a pensar en términos de buenos y malos. Difícilmente se detengan a pensar porqué muchos “chicos malos” fueron “buenos” mientras eran funcionales o aliados; desde Saddam Hussein hasta Bin Laden, antes de que éste se convirtiera en el enemigo público número uno.
Seguramente, cuando pase la euforia y el show mediático algún funcionario del Departamento de Estado revisará sus papeles y encontrará los motivos por los cuales el ignoto Bin Laden se convirtió en el terrorista más buscado sobre la tierra. Si lo hace, se dará cuenta que después de combatir a los soviéticos se sublevó contra la presencia de tropas norteamericanas en Arabia Saudita que llegaron con la excusa de que Saddam Hussein se había apoderado de Kuwait en agosto de 1990 y planeaba invadir también el reino de la dinastía Al Saud, algo que nunca sucedió. Si es astuto, se preguntará si tendrá algún efecto negativo que hoy haya más tropas que antes en el Golfo, ya que muchos de sus “buenos muchachos” están en Kuwait, Bahrein, Emiratos Arabes Unidos, Catar y Yemen. Recordará que una de las banderas de Bin Laden era la masacre de los musulmanes en Bosnia, pero rápidamente se dirá que allí la guerra ya ha finalizado. También se percatará de que los chechenos continúan en guerra, pero se dirá que es un problema ruso. Pensará que hay que resolver el conflicto palestino-israelí, pero como muy pocos palestinos recurren ahora a la violencia se tranquilizará porque el sentir de los árabes importa poco o nada en el Departamento de Estado, y sus jefes creerán que pueden seguir con su apoyo incondicional al Estado de Israel.
El problema surgirá cuando despliegue un mapa del mundo árabe y no sepa distinguir si los “buenos muchachos” son los gobernantes que se aferran al poder y reprimen a sus pueblos, o aquellos que los combaten. Y allí, tal vez tome conciencia de que matando a Bin Laden no han resuelto absolutamente nada.
Seguramente, cuando pase la euforia y el show mediático algún funcionario del Departamento de Estado revisará sus papeles y encontrará los motivos por los cuales el ignoto Bin Laden se convirtió en el terrorista más buscado sobre la tierra. Si lo hace, se dará cuenta que después de combatir a los soviéticos se sublevó contra la presencia de tropas norteamericanas en Arabia Saudita que llegaron con la excusa de que Saddam Hussein se había apoderado de Kuwait en agosto de 1990 y planeaba invadir también el reino de la dinastía Al Saud, algo que nunca sucedió. Si es astuto, se preguntará si tendrá algún efecto negativo que hoy haya más tropas que antes en el Golfo, ya que muchos de sus “buenos muchachos” están en Kuwait, Bahrein, Emiratos Arabes Unidos, Catar y Yemen. Recordará que una de las banderas de Bin Laden era la masacre de los musulmanes en Bosnia, pero rápidamente se dirá que allí la guerra ya ha finalizado. También se percatará de que los chechenos continúan en guerra, pero se dirá que es un problema ruso. Pensará que hay que resolver el conflicto palestino-israelí, pero como muy pocos palestinos recurren ahora a la violencia se tranquilizará porque el sentir de los árabes importa poco o nada en el Departamento de Estado, y sus jefes creerán que pueden seguir con su apoyo incondicional al Estado de Israel.
El problema surgirá cuando despliegue un mapa del mundo árabe y no sepa distinguir si los “buenos muchachos” son los gobernantes que se aferran al poder y reprimen a sus pueblos, o aquellos que los combaten. Y allí, tal vez tome conciencia de que matando a Bin Laden no han resuelto absolutamente nada.
miércoles, 4 de mayo de 2011
El problema no es Bin Laden
En Estados Unidos suele haber una visión muy simplista de lo que sucede en el mundo, casi una construcción hollywoodense de buenos contra malos. Es así que han construido superhéroes como Superman o Rambo en la ficción y super villanos y archienemigos como Fidel Casto, Jumeini, Kadafy o Bin Laden en la realidad, a los cuales hay que eliminar. “Muerto el perro muerta la rabia” piensan los que suelen comandar la política exterior desde la Casa Blanca como si los actores políticos no fueran el emergente de una situación socio-política determinada. Osama Bin laden no se levantó una mañana para matar norteamericanos por un designio religioso ni porque fuera un demente ávido de sangre occidental y cristiana Basta leer sus proclamas y discurso para comprender como surgió en el contexto de la invasión soviética de Afganistán en 1979 y del éxito de la resistencia afgana que logró expulsar las tropas soviéticas una década después. Al poco tiempo, en febrero de 1991 los norteamericanos intervinieron en Kuwait para combatir a las tropas de Saddam Hussein que habían invadido ese país en agosto de 1990 y ampliaron sus bases militares en Arabia Saudita, donde surgió el islam y está La Meca, lugar de peregrinación para todos los musulmanes. Estados Unidos, sostén incondicional del Estado de Israel y su política de negación de derechos de los palestinos ahora también ocupaba directamente tierras árabes y musulmanas. Vencidos los soviéticos en Afganistán y en proceso de desintegración el bloque comunista todos los dardos se dirigieron hacia la otra gran superpotencia, Estados Unidos.
El 28 de septiembre de 2001, apenas dos semanas después del atentado a las Torres Gemelas, en una entrevista a un diario de Paquistán, Bin Laden negó categóricamente haber formado parte de la trama. A fines de diciembre del mismo año, en un video difundido por la cadena Al Yazira, dijo de manera ambigua, que habían pasado tres meses “desde los bendecidos ataques contra la infidelidad global, contra América, la cabeza de los infieles”.
Más tarde, ya en 2004, aseguraba haberlo planificado con Mojammed Atta –considerado el cerebro del atentado.
Así era Bin Laden. Un saudí que se fue a las montañas de Afganistán para combatir la invasión soviética en los años ochenta y que se convirtió luego en el enemigo público número uno de los Estados Unidos.
Bin Laden siempre se manejo con habilidad para tener un discurso ambivalente respecto de casi todos los grandes atentados. Por un lado los elogiaba como si fueran parte de su red o como si de él hubieran salido las indicaciones. Por el otro, negaba cualquier relación y se contentaba con elogiar a aquellos que los realizaban. Esta “laxitud” llevó a que los organismos de inteligencia y los medios de comunicación rápidamente le atribuyeran casi todos los atentados a Al Qaeda, y también, que cualquier grupo pudiera formar parte de esta red inmaterial e inorgánica.
A falta de una estructura partidaria “tradicional” con una dirección política reconocida, cualquiera puede “ser” Al Qaeda, y cualquiera puede ser calificado de Al Qaeda.
El fenómeno de Al Qaeda es atípico, y va contra la tradición de los movimientos políticos que han utilizado la lucha armada y suelen reivindicar claramente una operación. Al Qaeda no desmiente nada porque es funcional que esté en todas partes. Esto provoca una psicosis colectiva, alimentada por los grandes medios, porque da la sensación de que Al Qaeda puede aparecer en cualquier lugar del planeta. El discurso ambivalente de Bin Laden llevó a que se convirtiera –o lo convirtieran– en una figura respetada y temida. En un artículo publicado en la revista Time, en junio de 2001, el periodista Tony Karo se preguntaba si Bin Laden era un mito o una realidad, ya que desea que se lo responsabilice por cualquier ataque que los medios de comunicación están preparados a endilgarle. Milton Bearden, quien formó parte de la CIA durante treinta años, y estuvo en Afganistán y Sudán, decía que ligar a Bin Laden a todo acto terrorista conocido en la última década es un insulto.
Pero para los norteamericanos, sin dudas, se había convertido en una obsesión.
Cuando Estados Unidos identificó a Bin Laden como el enemigo público número uno, bombardearon Afganistán y ofrecieron una recompensa de cinco millones de dólares por su captura. Al convertir a Bin Laden en su “obsesión” lo que lograron fue crear un héroe perseguido por la primera potencia mundial y admirado por miles de árabes y musulmanes.
Bin Laden comenzó su lucha contra los norteamericanos después de la invasión de Irak a Kuwait cuando Washington se lanzó a la guerra contra Saddam Hussein y convirtió a Arabia Saudita, cuna del Islam, en una base militar norteamericana. Luego desarrolló una ideología híbrida que incorporaba elementos del islam sunnita y actitudes sectarias contra los shiítas. Esto lo mezclaba con el nacionalismo árabe, el culto extremo al heroísmo, el autosacrificio y una retórica anti-globalización. Todo mezclado.
Pero el odio generalizado hacia Estados Unidos va mucho más allá de Bin Laden, y no es irracional ni religioso, es político. Estados Unidos, además de ocupar hoy Afganistán e Irak, ha financiado y sostenido en el mundo árabe a todas las monarquías corruptas y a casi todos los regímenes autoritarios, desde Egipto hasta Bahrein.
Por eso la eliminación física de Bin Laden no resuelve el problema de la conflictiva relación que existe entre la primera potencia mundial y el mundo árabe e islámico, ni concluye la ocupación de Irak y Afganistán. El odio generalizado hacia Estados Unidos no es irracional ni religioso, es político porque además de las sendas ocupaciones la Casa Blanca ha financiado y sostenido a todas las monarquías y casi todos los regímenes autoritarios del mundo árabe. Bin Laden quería destruir a Estados Unidos y no lo logró. No era el camino de las inmensa mayoría de los árabes tomaron y por eso no lo siguieron. Por el contrario, en 2011 decidieron salir a las calles para derrocar a sus gobernantes y eso -más allá de cualquier show mediático- a Washington lo preocupa mucho más. Porque en definitiva, el problema no es Bin Laden.
El 28 de septiembre de 2001, apenas dos semanas después del atentado a las Torres Gemelas, en una entrevista a un diario de Paquistán, Bin Laden negó categóricamente haber formado parte de la trama. A fines de diciembre del mismo año, en un video difundido por la cadena Al Yazira, dijo de manera ambigua, que habían pasado tres meses “desde los bendecidos ataques contra la infidelidad global, contra América, la cabeza de los infieles”.
Más tarde, ya en 2004, aseguraba haberlo planificado con Mojammed Atta –considerado el cerebro del atentado.
Así era Bin Laden. Un saudí que se fue a las montañas de Afganistán para combatir la invasión soviética en los años ochenta y que se convirtió luego en el enemigo público número uno de los Estados Unidos.
Bin Laden siempre se manejo con habilidad para tener un discurso ambivalente respecto de casi todos los grandes atentados. Por un lado los elogiaba como si fueran parte de su red o como si de él hubieran salido las indicaciones. Por el otro, negaba cualquier relación y se contentaba con elogiar a aquellos que los realizaban. Esta “laxitud” llevó a que los organismos de inteligencia y los medios de comunicación rápidamente le atribuyeran casi todos los atentados a Al Qaeda, y también, que cualquier grupo pudiera formar parte de esta red inmaterial e inorgánica.
A falta de una estructura partidaria “tradicional” con una dirección política reconocida, cualquiera puede “ser” Al Qaeda, y cualquiera puede ser calificado de Al Qaeda.
El fenómeno de Al Qaeda es atípico, y va contra la tradición de los movimientos políticos que han utilizado la lucha armada y suelen reivindicar claramente una operación. Al Qaeda no desmiente nada porque es funcional que esté en todas partes. Esto provoca una psicosis colectiva, alimentada por los grandes medios, porque da la sensación de que Al Qaeda puede aparecer en cualquier lugar del planeta. El discurso ambivalente de Bin Laden llevó a que se convirtiera –o lo convirtieran– en una figura respetada y temida. En un artículo publicado en la revista Time, en junio de 2001, el periodista Tony Karo se preguntaba si Bin Laden era un mito o una realidad, ya que desea que se lo responsabilice por cualquier ataque que los medios de comunicación están preparados a endilgarle. Milton Bearden, quien formó parte de la CIA durante treinta años, y estuvo en Afganistán y Sudán, decía que ligar a Bin Laden a todo acto terrorista conocido en la última década es un insulto.
Pero para los norteamericanos, sin dudas, se había convertido en una obsesión.
Cuando Estados Unidos identificó a Bin Laden como el enemigo público número uno, bombardearon Afganistán y ofrecieron una recompensa de cinco millones de dólares por su captura. Al convertir a Bin Laden en su “obsesión” lo que lograron fue crear un héroe perseguido por la primera potencia mundial y admirado por miles de árabes y musulmanes.
Bin Laden comenzó su lucha contra los norteamericanos después de la invasión de Irak a Kuwait cuando Washington se lanzó a la guerra contra Saddam Hussein y convirtió a Arabia Saudita, cuna del Islam, en una base militar norteamericana. Luego desarrolló una ideología híbrida que incorporaba elementos del islam sunnita y actitudes sectarias contra los shiítas. Esto lo mezclaba con el nacionalismo árabe, el culto extremo al heroísmo, el autosacrificio y una retórica anti-globalización. Todo mezclado.
Pero el odio generalizado hacia Estados Unidos va mucho más allá de Bin Laden, y no es irracional ni religioso, es político. Estados Unidos, además de ocupar hoy Afganistán e Irak, ha financiado y sostenido en el mundo árabe a todas las monarquías corruptas y a casi todos los regímenes autoritarios, desde Egipto hasta Bahrein.
Por eso la eliminación física de Bin Laden no resuelve el problema de la conflictiva relación que existe entre la primera potencia mundial y el mundo árabe e islámico, ni concluye la ocupación de Irak y Afganistán. El odio generalizado hacia Estados Unidos no es irracional ni religioso, es político porque además de las sendas ocupaciones la Casa Blanca ha financiado y sostenido a todas las monarquías y casi todos los regímenes autoritarios del mundo árabe. Bin Laden quería destruir a Estados Unidos y no lo logró. No era el camino de las inmensa mayoría de los árabes tomaron y por eso no lo siguieron. Por el contrario, en 2011 decidieron salir a las calles para derrocar a sus gobernantes y eso -más allá de cualquier show mediático- a Washington lo preocupa mucho más. Porque en definitiva, el problema no es Bin Laden.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)