Cuando uno llega a un país meses después de un terremoto imagina que verá miles de hombres y mujeres trabajando día y noche para reconstruir aquello que fue destruido. Nada de eso sucede en Haití. Seis meses han pasado desde aquel fatídico 12 de enero y el país más pobre de América Latina es más pobre que nunca. Entre los escombros que están por doquier se ven aquí y allá algunas personas con baldes de plástico sacando las piedras de los edificios destruidos. Los tractores y las palas mecánicas son una rareza en Puerto Príncipe y ni que hablar en los pueblos y ciudades alejados de la capital.
Haití hoy es la combinación de lo peor que le puede pasar a un país. Por un lado, la extrema pobreza que se palpa a cada paso con miles de personas viviendo en villas miserias construidas entre montañas de basura sin agua potable ni tendido eléctrico. Por el otro, un terremoto que destruyó miles de edificios y que ha dejado una fotografía similar a la de un país bombardeado. El blanco y bello Palacio Nacional en la parte baja de la ciudad a metros del puerto es ahora una carcasa vacía que yace inerme, al igual que la mayoría de los edificios públicos de las cercanías o la histórica Catedral que sólo mantiene en pie algunas de sus paredes. A esto se le suma que muchas de las viviendas colapsadas están en los cerros densamente poblados donde ni siquiera puede llegar un tractor porque nunca se abrieron calles. Como si esto fuera poco, cientos de miles viven en carpas en improvisados campamentos de refugiados por doquier; frente al Palacio, en cada plaza, en las laderas de las montañas o en el Petionville Club, el exclusivo club en la parte más rica de la ciudad, con su principal cancha de tenis repleta de medicamentos y comida.
Ante este panorama desolador y la falta de un Estado uno podría pensar que Haití ha quedado a merced de bandas armadas y saqueadores. Sin embargo, asombra la amabilidad y simpatía de la gente. Uno no puede dejar de preguntarse a quién beneficia el estigma de violentos que les han adosado. Con asombro uno recorre los escombros, los mercados, y las calles oscuras a la noche y no puede creer que Haití sea uno de los más países más tranquilos y seguros de América Latina. ¿O será la calma antes de la próxima tormenta?
martes, 10 de agosto de 2010
lunes, 2 de agosto de 2010
La batalla por la OEA
El desarrollo de algunas nuevas instituciones latinoamericanas impulsadas por los gobiernos progresistas de la región descoloco durante un tiempo a los gobiernos de derecha o centro derecha. Sin saber muy bien que hacer frente a la vitalidad de algunos de estos nuevos organismos (como UNASUR) decidieron participar de ellos aunque no fueran de su agrado. Así, cuando Álvaro Uribe fue presionado para asistir a la reunión especial de Bariloche para discutir el tema de la ampliación de las bases militares en su país, no pudo eludir la cita. Sin embargo, esto no significa que los gobiernos de derecha hayan perdido la capacidad de tomar iniciativas políticas. Frente a organismos en los cuales la correlación de fuerzas no les es favorable parecen haber adoptado la estrategia de darle nuevos aires a la Organización de Estados Americanos, la OEA. Hay un elemento que para estos gobiernos es fundamental, en la OEA participa Estados Unidos, con todo lo que esto significa. Por esta razón no fueron casuales algunas movidas impulsadas por los gobiernos de Chile, Colombia y Honduras, tres países gobernados hoy por presidentes claramente de derecha.
Álvaro Uribe, todavía presidente de Colombia hasta que asuma Juan Manuel Santos, exige que la OEA denuncie los vínculos de Hugo Chávez con las FARC y el supuesto amparo que le brinda a los guerrilleros colombianos.
Porfirio Lobo, consciente de que Unasur todavía no reconoce su gobierno, esta intentando por todas las vías que la OEA lo reconozca como legitimo presidente. Y varios senadores chilenos quieren que la OEA presione a Chávez para que puedan ser observadores de las próximas elecciones legislativas en Venezuela, aunque cada Estado es soberano y puede decidir a quienes invita como “observadores”.
Revitalizar la OEA implica quitarle relevancia a Unasur y ponerle escollos al nacimiento de la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribenños (CELAC) que sin Estados Unidos y Canadá reunirá a todos los países del continente. Algunos gobiernos progresistas quieren que la CELAC reemplace a la OEA, mientras otros harán todo lo posible para evitarlo. La pelea recién comienza.
Álvaro Uribe, todavía presidente de Colombia hasta que asuma Juan Manuel Santos, exige que la OEA denuncie los vínculos de Hugo Chávez con las FARC y el supuesto amparo que le brinda a los guerrilleros colombianos.
Porfirio Lobo, consciente de que Unasur todavía no reconoce su gobierno, esta intentando por todas las vías que la OEA lo reconozca como legitimo presidente. Y varios senadores chilenos quieren que la OEA presione a Chávez para que puedan ser observadores de las próximas elecciones legislativas en Venezuela, aunque cada Estado es soberano y puede decidir a quienes invita como “observadores”.
Revitalizar la OEA implica quitarle relevancia a Unasur y ponerle escollos al nacimiento de la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribenños (CELAC) que sin Estados Unidos y Canadá reunirá a todos los países del continente. Algunos gobiernos progresistas quieren que la CELAC reemplace a la OEA, mientras otros harán todo lo posible para evitarlo. La pelea recién comienza.
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